Ya no lleva el cardenal
su «borgia-levante» puesta.
La hoguera mítica del papiro
quitó el hollín urbi et orbi
al no hacer tablas, cónclave,
en la urna sagrada.
¡Qué poco le costó al picaro!
Tiró con pólvora bárbara;
quebró, del pájaro pinto, el aire;
y agrandó la su hacienda
en la lid del libre comercio
sin vender, donde todo se compra,
sus recompensas al diablo.
La gran chimenea alejandró
—papa habemus— por sexta vez.
La juerga mística desató
a la feligresía encantada
que invadió, como el humo blanco,
de letanías, las alturas.
Entre tanto, denso, abatido,
el humo negro, alma de dios,
cayó roto; la caza africana,
tras la misa o el ángelus,
colmó de ilotas la ergástula.
Sobre la mar oceánica
donde, sólido ya, se arracima
en la crujiente quilla de ceiba
un enjambre de manos negras,
se levanta desde la sentina,
clamando a los dioses, el grito
de mil puños sangrientos.
La trata hace faldriqueras
y, del alma, santos sus cortinas.
No necesita la mar nueva
más estímulos impíos: deprecando
el blanco sus mercedes
se consuma la villanía del milagro.